jueves, 7 de enero de 2016

Gran Chamán: Prólogo


Limbert se asomó al asiento del conductor desde la parte de atrás del carromato. Llevaba toda la vida recorriendo caminos como aquel, pero aún así estaba nervioso. La fama de aquella ruta en concreto era especialmente atroz. Se hallaban en un camino de montaña que serpenteaba por un valle. A su alrededor el terreno estaba cubierto de matorrales espinosos, hierba seca y rocas de tamaño considerable que habrían caído de lo alto de la montaña hacía siglos, supuso el mercader.

-¿Como vamos Jarrock? ¿Has visto algo raro?

El corpulento cochero se giró en su asiento al frente del carromato y negó con la cabeza. Tenía los bonachones rasgos de alguien que se había criado en el campo y ha tenido la suerte de no haber conocido la guerra ni pasado hambre. Su rostro, curtido por el sol a lo largo de los muchos días que había pasado en el asiento del conductor, estaba surcado por un millar de pequeñas arrugas.

-No señor. La carretera no es la mejor del mundo, ya me entiende. Completamente llena de baches. Por otra parte, es normal en pasos de montaña como este. En cuanto a esos infames inhumanos... Bueno, ni rastro de ellos por ahora. Que lo intenten si se atreven. En mi opinión, esa panda de babeantes cerebros de mosquito no tienen ninguna oportunidad. Esos hombres que ha contratado
– dijo, señalando a la escolta de mercenarios a caballo que rodeaban los carromatos – son de las mejores espadas que se pueden comprar con dinero en el reino. Desde luego, mucho mejores que los soldados del conde de estas tierras.

Jarrock había estado con él casi desde el principio de su carrera como mercader, y confiaba en él y en su juicio. Sin duda, razonó, veinte hombres bien equipados eran más que suficientes para proteger tres carromatos de cualquier asalto. Pero, de alguna forma, sus nervios permanecieron en su interior, atenazando la boca de su estomago. Tenia un mal presentimiento.

-Bueno, date prisa. No quiero que se nos haga de noche aquí, ¿entendido?

-Por supuesto. Deberíamos llegar al otro lado del paso en un par de horas, y aún nos quedan cinco de luz. - El conductor sacudió las riendas para que los caballos aceleraran el paso. - Usted siéntese ahí atrás y esté tranquilo. Si veo algún pielverde será el primero en enterarse, palabra de honor.

Dicho esto, escupió a un lado de la carretera y volvió a fijar la vista al frente, dando por acabada la conversación. Limbert volvió al interior del carromato, oculto del exterior por la lona. Allí, contempló con ansiedad su preciada carga, cerciorándose de que todo estuviera en orden. Cuando estuvo satisfecho, se sentó con la espalda apoyada en uno de los arcones y empezó a imaginar lo que haría con los beneficios del viaje. Eso consiguió calmarle un poco. Nada mejor que imaginarse a uno mismo vestido con telas de la mejor calidad y adornado con oro, disfrutando de una buena botella de vino.

A sus cuarenta y seis años, Limbert había amasado una pequeña fortuna. Había ampliado el negocio que le dejó su padre, una humilde empresa con un carro, dos caballos de tiro y una pequeña oficina en Krigger. En sus manos, lo que hasta entonces había sido una humilde compañía familiar que se dedicaba al comercio de frutas, verduras, carne y otros productos del campo, vendiéndolos en la ciudad, se convirtió en una exitosa empresa que compraba y vendía metales y gemas por todo el reino. Esto se debía a que esta nueva mercancía no se deterioraba con el tiempo, por lo que podía transportarse mucho más lejos. Y en lugares en los que la demanda era alta, se vendían por varias veces más de lo que costaban en el lugar de origen.

Aquello implicaba viajar mucho, claro. Pero no le importaba. Después de la muerte de su padre, nada le ataba a su ciudad natal. Más bien al contrario. Incluso ahora, que tenia quien llevara sus caravanas y negociara por él, seguía ocupándose personalmente de algunos de los viajes más importantes. Y aquel era el más importante que había acometido su compañía desde que él tomó el mando. Un encargo para la corona, nada más y nada menos. Solo de pensar en las consecuencias si fallaba bastaba para ponerle la carne de gallina.

…..............................................

Grarrak se acercó a rastras al borde del barranco y asomó la cabeza. El camino discurría más abajo, siguiendo la falda de la montaña. Un grupo de tres carros se acercaba por él, protegidos por varios jinetes. Estaban casi en la marca, un pino muerto que yacía caído junto a la ruta. El goblin manoseó el cuerno que llevaba colgado al cinto. Pero no, aun no era el momento. Aun no.

Mientras esperaba, levantó la mirada hacia el cielo y entrecerró los ojos, mirando el sol con rabia. Habría preferido luchar de noche, la luz del día empezaba a hacerle daño en los ojos. Pero cuando uno de los vigías había visto como los humanos entraban en el paso, la responsabilidad del ataque había recaído sobre su tribu. Y una molestia menor como la luz no le impediría cumplir con su parte. Odiaba más a los humanos que a la luz, y muchos humanos iban a morir aquel día. Satisfecho, se lamió los colmillos inferiores, que sobresalían de su boca, y se acercó el cuerno a los labios. Hinchó los pulmones. Sopló. Y cuando la grave nota resonó, haciendo eco en las montañas cercanas, pareció que el cielo se desplomara sobre la caravana de los humanos.

Los góblins eran criaturas de poca altura y corpulencia, poco adecuados para luchar cuerpo a cuerpo con enemigos acorazados o sin contar con el factor sorpresa y superioridad numérica. Sus puntos fuertes eran su agilidad y su habilidad para moverse sin ser vistos gracias al color de su piel, que variaba entre los diferentes individuos en una gama de verdes, grises y pardos que los confundía con el terreno. En otras palabras, eran perfectos para tender emboscadas.

Medio centenar de góblins tirando piedras desde las alturas podía parecer primitivo, pero no había duda de que era efectivo. Y tenían puntería. Primero fueron a por las ruedas de los carromatos, dejándolos varados antes de que nadie pudiera reaccionar. Después los proyectiles llovieron sobre los mercenarios. Algunos intentaron cargar ladera arriba, pero los caballos no eran adecuados para moverse en este terreno tan abrupto, y menos mientras caían piedras como si fuera granizo. Muy pronto, los cascos y corazas quedaron abollados, los escudos inservibles y muchos caballos muertos o con las patas rotas. Los más inteligentes desmontaron al momento y corrieron a cobijarse. De la veintena de hombres que Limbert había contratado, menos de la mitad consiguió ponerse a cubierto detrás de algunos peñascos que adornaban la cuesta.. Los demás estaban tirados en el suelo, gritando de dolor por los numerosos huesos rotos o silenciosos e inmóviles. En cuanto a los caballos, aquellos que aún eran capaces salieron huyendo y se perdieron en la distáncia Ahora, los supervivientes, dispersados, desorientados y a pie, no podían moverse a menos que quisieran que una piedra les diera en la cabeza.

Fue entonces cuando Grarrak, acompañado por los cinco miembros de su guardia personal, bajó dando un rodeo y, mientras sus congéneres mantenían la presión sobre los mercenarios, se desplazó hasta los carromatos. Rajaron las gargantas de todos los que encontraron en ellos, tres conductores y una persona vestida con ropa de alta calidad que intentó defenderse con una daga. Entonces, cayeron sobre los mercenarios desde atrás. Acabaron con ellos uno a uno, metiendo sus cuchillos por las ranuras de las armaduras.

Pero el líder de los soldados de fortuna fue más rápido que sus subordinados con la espada y mató a uno de los compañeros de Grarrak. Furioso, el caudillo góblin se lanzó a la carrera contra él. El humano lanzó un tajo horizontal contra el cuello de Grarrak, pero este se dejó caer sobre sus rodillas y se deslizó por debajo del golpe, hincando su cuchillo en la parte de atrás de la rodilla de su adversario en el proceso. Entonces se lanzó sobre su espalda con un chillido y logró que cayera de bruces contra el suelo. Le despojó del casco mientras el humano forcejeaba. Pero Grarrak sabía como hacer que parara. Así que, ni corto ni perezoso, le golpeó la cara contra el suelo un par de veces y, cuando dejó de agitarse, cerró los dientes alrededor de la oreja del mercenario y se la arrancó de un bocado, para deleite de su tribu. Mientras masticaba, remató a su adversario deslizando el cuchillo por su garganta.

Y así, la escaramuza llegó a su fin. Los góblins se reunieron alrededor de los carromatos. El caudillo dirigió a los demás mientras sacaban el contenido de los carros y lo amontonaban a un lado del camino. Candelabros, un par de arcones llenos de monedas, algunas piezas de joyería y otras baratijas fueron cayendo al suelo junto a varias cajas de mineral de hierro bajo la satisfecha mirada de Grarrak. Aquel golpe mejoraría mucho su reputación y la de su clan. Lanzó un grito para que los que registraban el ultimo carromato se dieran prisa, después se giró hacia los que curioseaban en el montón del botín y les señaló los cadáveres de los mercenarios. Las armas y armaduras eran mas importantes para ellos que el oro y la plata. Dejarlos allí ofendería al Sharn Galar.

-Maldición, esto pesa. ¡Llévalo tú! Voy a buscar el otro.

-Si vamos a llevar estos barriles ante el Sharn Galar deberíamos coger alguna de las bestias de los humanos para que cargue con ellos. Además, escuché a los Anillados decir que no saben nada mal. Seguro que nos servirían de cena. Ven aquí, Grisga. Ayúdame a bajarlo. Y ábrelo de una vez, a ver que hay dentro. Pesa más que el culo de una orca de cría.

-Trae. -Grisga cogió el barril y lo dejó en el suelo, casi cayéndose en el proceso.- Joder tenias razón. Si no es algo bueno lo dejamos aquí. Ya iremos lo bastante cargados como para llevar basura a cuestas.

Dicho esto, le dio un porrazo a la tapa con una piedra y apartó la madera rota para ver el contenido. Mientras la pareja que estaba registrando el carromato bajaron el otro barril y se sentaron en el suelo contra él a descansar. Cuando los vio, Grarrark fue directo hacia ellos para gritarles por hacer el vago, pero lo que Grisga sacó del barril le distrajo por completo. El otro goblin sostenía un rubí del tamaño de un puño en alto. Sonriendo, se giró hacia su líder y dijo:

-¿Esto es bueno verdad jefe?

Grarrark soltó una risotada, le dio una palmada en la espalda y le respondió:

-Sí cerebro de mosquito, es bueno. Sharn Galar estará satisfecho con nosotros hoy. ¡Y vosotros, perros! Levantaos de ahí y mirad a ver si convencéis a una de esas apestosas bestias de carga para que lleve los cristales ante el Quemado. O os ocuparéis vosotros.

Mientras sus lacayos se levantaban de un salto y iban corriendo a buscar un caballo, Grarrark le quitó la gema a Grisga, enviándole a buscar algo con lo que cerrar el barril de nuevo de una patada en el culo. Después coloco el rubí con mimo junto a los demás, envolviéndolo de nuevo en la paja que los protegía de posibles golpes. Su clan ya había terminado de repartirse el resto de la carga, y tras algunos gritos por su parte, se pusieron todos en marcha hacia la Cumbre Partida.
Dejaron donde estaban los cadáveres y los carromatos, para que sirvieran de advertencia a los humanos. Aquel era territorio de los Crogorh Cigrath ahora. Todo el que pasara por él tendría que pagar tributo a la Bandera Ensangrentada.

…................................

Tras la partida de los góblins, la calma volvió a posarse sobre el camino, como un ave que ve como se aleja el peligro. El sonido del viento volvió a tomar protagonismo, mientras los arbustos, el pelo y la ropa de los muertos se balanceaban al compás.

Un pequeño ratón de campo se encaramó en una de las ruedas rotas, que sobresalía torcida. Desde su nueva atalaya contempló la escena, los cuerpos amontonados y despojados de su equipo, los caballos muertos, los contenedores usados para transportar mercancía tirados en el suelo y todo lo demás como si supiera lo que había pasado allí. No solo eso, sino que parecía ver algo más allí. Un propósito.

Cuando hubo visto lo que quería, el ratoncito saltó y se alejó volando, convertido en un gorrión, hacia el este.


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